LA MEMORIA COMO PATRIA


Acostumbramos a pensar que los territorios son los espacios por los que nuestros pies caminan, por los que nuestros ojos se extienden obedeciendo quizá al simple dictado de la inercia, en los que se asientan los ámbitos cotidianos, pero la tierra la define también ese elemento mágico que es la memoria, su huella de naturaleza inefable sobre una superficie que los sentimientos crean en algún margen del aire.

Así, un territorio puede ser un color, el del cielo que las cigüeñas parecen bendecir en su vuelo plácido, en un leve batir de alas tras el que se acunan en la torre de una iglesia erigida frente a los siglos, mientras confieren a la tarde un aura de elegante serenidad. También puede ser una luz, su lento despertar en la promesa del alba, el canónico azul de un mediodía de primavera, el tamiz de un visillo a través del que avanza sigiloso el crepúsculo, el abrazo con que envuelve la quietud del limonero, la blancura de una estrella que traslada un cierto temblor de infinito, o puede ser, estrictamente, una geometría: un círculo de sillas de la que, en las noches amables del estío, surge un murmullo suave tras el que a veces se desprende la franca catarata de una risa, el irregular rectángulo de un patio cuyo espacio magnifica la inocente percepción de un niño y que en sus recovecos encierra varios de los elementos que durante unos años nos bastaron para ser felices.

Un territorio puede ser una voz, unas palabras que nos asaltan desde el voluntarismo del consejo o la acritud de la reprobación y que en su timbre de regreso fuesen pronunciadas por los mismos labios que entonces las decían, cuando no presagiábamos que acabarían por sonar como un eco, simultáneamente próximo y lejano.

Un territorio puede ser la lluvia desafiando la ensolerada paz de los tejados, desangrando su transparencia en los cristales, sembrando charcos en los que espejea el contorno de las nubes, o la recreación de un juego que invoca sin remedio a la nostalgia, o incluso un miedo que ahora se revela absurdo y que en el pasado suscitara inevitables pesadillas.   

Un territorio son las calles por las que una cartera vuelve a dirigirse a su disciplina, de la que una pequeña mano extrae hojas de primeras lecturas con las que silabear el complejo libro del mundo, y también los edificios cuya estampa desapareció de aquel itinerario, o en el que permanecen mostrando usos distintos, en el fondo una suerte de despedida.

Un territorio puede ser una casa donde el único habitante es la ausencia, una casa consciente de que nunca será la misma casa, donde las puertas ansían volver a abrirse al paso de quienes hace demasiados años que no las atraviesan, y cuyo mensaje interior alberga celosa, como quien cobija su tesoro más preciado y propio, abierto sólo su secreto a los inviolables códigos del corazón.

La música, sin duda, es capaz de componer un territorio, la sinfonía dulce de un pentagrama en el que no cabían notas desacordes, del que exhalaba una armonía interpretada por una orquesta en cuyos componentes no reparábamos, pero que de algún modo se nos antojaba tan desconocida como eterna.

Un territorio es también el tiempo imposible de las fotografías en las que aquellos que ya no están nos descubren que aquel instante que un destello quiso apresar en la textura humilde de un papel era, sin nosotros saberlo, un paraíso que, décadas después, nos descubriría que un instante, hondo misterio en su fugacidad, es el mayor de los privilegios.

Un territorio, sí, puede delimitarse en el azar de la memoria, en la natural o forzada introspección que recupera una escena y la libera del abismo del olvido, de esa nieve oscura que se licúa en definitivo silencio.


Sólo finaliza su existir aquello que nunca se recuerda. En estos días, siempre difíciles tras decidir la muerte nombrarnos adultos, la mirada busca, por encima de ese otoño escrito en las copas de los árboles, aprehender la distancia inabarcable, esquiva, del horizonte y, mientras espera algún tipo de respuesta, los pensamientos forjan un territorio, una patria íntima cuya orografía revela parte del mapa de nuestra vida, una patria íntima, tan repentina como inexpugnable, que nos salva del exilio más triste: el de dejar de ser nosotros mismos.

Francisco Lambea
HOY
6 de Noviembre de 2014

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