EL MAR Y LOS MERCADOS

Ahítos de la especulación de los inversores, esos seres misteriosos que uno siempre imagina con infinitos teléfonos colgando de múltiples orejas, con un solo dedo que teclea en la red para enloquecer a sesudos ministros de finanzas, exhaustos de atender la evolución de la prima de riesgo, concepto mediático ya tan familiar como hace años absolutamente desconocido, muchos ciudadanos se encaminan a las playas en pos de refugio de una Europa acosada.


La misma Grecia donde harapientos filósofos hablaron hace miles de años de libertades que a duras penas consagraron las constituciones tantas guerras más tarde es el país cuyos números se desangran en tortuosa agonía, de modo que el litoral portuense se puebla de bañistas que, confusos ante el caos, han decidido que la única garantía que inspira Occidente se resume en la placidez que un baño salado termina por suscitar en las vísceras.


Mientras los tecnócratas reflexionan sobre la teología salvífica atribuida al euro, ese concepto que parecía eterno, y las deudas nacionales se extienden como una especie de peste medieval, el sentido común parece sugerir un refinado tueste de la epidermis al sol de la Puntilla y un brindis con sangría que ponga los estómagos a salvo de cualquier rescate.


A la par que el sol torna sus colores en el horizonte, pincel del cuadro infinito de las aguas, una mente extendida bajo una sombrilla puede preguntarse por la solidez de un país en el que los ciudadanos se empobrecen y un Estado que teme la quiebra se siente obligado a prestar un dinero que se supone no posee a varias cajas de ahorro que (en contra de lo que se antoja ley histórica) carecen de reservas, pese a lo cual seguirán gobernándose a su antojo, exprimiendo sin pudor a quienes con sus impuestos salvaron sus siglas.


Todos los asesores que se incorporan a la nómina del Fondo Monetario Internacional concluyen que la eurozona más firme, la más inmune a toda suerte de inquietud, es la extensión de una toalla sobre la que un cuerpo contempla la hermosura con que las olas descansan para siempre en las arenas.


Francisco Lambea

Diario de Cádiz

17 de Julio de 2011

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