ALAS DE SUEÑO

Espera uno el Día Internacional del Libro con total naturalidad, con la empatía que proporciona el haber cumplido con esa jornada durante tantos días de tantos años y observa la profusión de noticias, la reiteración de efemérides, el escaparatismo mercantil, con la atención cómplice de quienes se dicen muchas cosas en el pálpito, aparentemente fugaz, de una mirada.
Los libros han rodeado mi discurrir y su presencia silente y, a la vez, sonora, se ha hecho, en su tránsito, tan necesaria como insustituible, de modo que, cada vez que habitaba una casa, entraba en ella prologado por mi correspondiente séquito de volúmenes, alzados a una categoría ontológica por la que eran yo mismo más que mi propio equipaje y lo intrínsecamente definitorio de su ligereza. Uno requiere sentir la cercanía de los libros con una pulsión quizá un tanto maniática, quién sabe si algo desviada de la estricta razón, pero una casa sin ellos se me antoja un agujero negro en el espacio, una desconcertante cita con el vacío, una pregunta para la que se carece de respuesta, por lo que he de sentir la constancia de las páginas cercanas, de su tendida complicidad, para que no me invada esa inquietud que asoma cuando comienzo a abrir puertas y no alcanzo a divisar libro alguno en los horizontes que cierran las paredes, ese desasosiego anímico que me inspira el enfrentamiento a habitaciones donde hay cualquier cosa menos libros.
Los libros no sólo aumentan nuestra cultura, ese concepto que algunos observan arduo y esquivo ejercicio y al que debe atenderse como una magna opción lúdica, como un arma pacífica para conocer el entorno, movernos mejor en él y experimentar disfrutes determinados, entre los que se puede reseñar cierta percepción de libertad, sino que también deben concitar un efecto terapéutico: el de hacernos mejores personas.
Lees una buena novela, un poema espléndido, una obra teatral que te hipnotiza, y el espíritu se abandona al gozo de una noble plenitud, abres un libro que te gusta, con el que te identificas y es como si leyeras el contenido de las palmas de tu mano que lo sostienen, como si el mundo te ofreciese posibilidades mayores que la de su aparente e inercial rutina.
Mira uno los libros que leía en su infancia y es como si ellos, cobrando latido propio, le hubiesen ido leyendo el trayecto que escribía ya lejos, como si esos volúmenes, de tapas vencidas, de puntas curvadas sobre sí mismas y papel amarilleado por el óxido del tiempo, se hubiesen quedado observando, desde el fondo de una casa dibujada en una plaza recoleta, el futuro que iba a escribirse y que ellos, secretamente, conocían.
Vuelve uno al hogar de la niñez, el hogar inmune a las edades y teme descorrer la cortina tras la que se amontonan aquellos volúmenes de Salgari, de Verne, de Edmundo De Amicis, porque las páginas se transforman en un espejo, las horas retroceden sobre sus pasos y te encuentras inundado por la melancolía, por esa magia de permanencia que un libro posee, magia cuyo misterio invariablemente nos derrota. Me acerco, después, hasta la librería principal y encuentro los ejemplares que poblaban mi adolescencia, mi recién iniciada juventud, aquellos en los que comenzaba a formar mis procesos de razonamiento, mis criterios particulares sobre un mundo con frecuencia tan subjetivo y así van renaciendo circunstancias determinadas, personas concretas, inquietudes que me asaltaban entonces y que tal vez siguen acosándome ahora y siento que los libros que he leído y guardado van conformando mi cronología, igual que los anillos en las cortezas de los árboles.
Sabe uno que los libros siempre están ahí, que continuará la eterna llama de su calor íntimo, piensa que nada podrá con ellos, ni siquiera el aliento electrónico que parece invadirlo todo desde su discreta asepsia, condenando al olvido sensaciones tan sugerentes como el contacto de los dedos con las hojas, la tersura del papel, la acelerada satisfacción de recorrer los lomos sucesivos en los anaqueles, intuir la esencia del contenido que se nos oculta y, a la par, se nos propone y confía uno en que los libros que más le gustan, aquellos que aspira a releer cuando disponga de espacio suficiente para el privilegio, le sigan profesando esa lealtad de amigo inquebrantable, ese afecto de amor que espera por encima de avatares y contingencias.
Por todo eso, por más razones que quizá ahora no se me alcanzan, pero que de seguro habitan en mi subconsciente con la misma perennidad con la que los libros respiran, titulo “Alas de sueño” el poema que les dedico en el mío más reciente, “Estampas familiares”: porque abrir un libro, disponiéndose al revolar de la imaginación, es, de algún modo, permitir el nacimiento de una vida nueva dentro de la que ya vivimos, vivir más veces, con más intensidad, en el espacio, siempre angosto, del tiempo.
Francisco Lambea
Diario de Cádiz
23 de Abril de 2.009

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